ParanáExtremo
La crisis ecológica amenaza la identidad del gran río sudamericano
“Yo no sé nada de ti. Yo no sé nada de los dioses o del dios del que naciste, ni de los anhelos que repitieras. O sé, apenas, que el guaraní te asimiló al mar de su maravilla”.
Juan L Ortiz, “Al Paraná”.
El color del río
El color del río
Desde hace 45 años, Julián “el Negro” Aguilar practica el arte de la pesca en las aguas marrones y sedimentosas del río Paraná, un gigante fluvial que cruza media América del Sur creando vida y belleza a su paso. “Tenemos el mismo color, el río y yo” dice y se ríe, con un gesto casi imperceptible que mezcla diversión y emoción. Erguido sobre la proa de su embarcación, muestra dos redes: una recién tejida por el mismo, flamante, y otra que recogió cerca del canal principal y que quedó abandonada por algún colega, que nunca volvió a buscarla.
Julián conoce muy bien el pulso del Paraná: nació en Las Cuevas, un pueblo muy pequeño de la provincia de Entre Ríos, en 1960, cuando la naturaleza era otra y el río se movía, todavía libre y silvestre, sin trabas, a lo largo de sus casi 5 mil kilómetros de largo, desde su naciente en Brasil hasta su desembocadura en el estuario del Plata. Al poco tiempo se afincó con su familia en la zona norte de Rosario, ciudad ubicada en el corazón geográfico de la región agrícola más próspera de la Argentina. Allí, los pastizales pampeanos se encuentran con el humedal de las islas del Paraná en lo que se denomina el delta medio, un conglomerado infinito de tierra y agua donde dominan los verdes y los marrones. Un territorio anfibio, ambiguo y dinámico donde los pulsos de crecientes y bajantes del Paraná (es el octavo río más largo del mundo y el segundo de América, después del Amazonas) redibujan de manera constante sus costas, lagunas, madrejones y barrancas.
El norte de Rosario era, en el último tramo del siglo pasado, una zona histórica de comunidades de pescadores, que vivían y trabajaban casi al margen del ritmo de la gran ciudad hasta la década de los ’90, cuando la presión inmobiliaria y la apropiación de la ribera para otras actividades comerciales y recreativas comenzó a diseñar otro mapa urbano.
“Para mi familia estar cerca del río era el lugar natural, para ganarse la vida y para el juego también”. Su primer trabajo, de muy joven, fue pescar, actividad que comenzó a hacer con 7 u 8 años, durante los fines de semana. Cuando tenía 9 años su papá, “un hombre de la Isla”, se compró una canoa: “cuando yo era chico mi papá pescaba pacú en Entre Ríos. Cuando yo empecé a trabajar con él salía surubí, dorado, boga, sábalo, todas piezas de tamaño extra grande, lo que hoy sería una sorpresa. Sacábamos sábalos de 8 o 10 kilos o surubíes de 50. Solo se pescaba el pescado de época, y algunos todavía salían a trabajar a vela, tener motor era una rareza, un lujo casi”. Era muy duro ser pescador hace 50 años, dice Julián. Había que remar, la ropa se mojaba y el frío y el calor se sentían con intensidad. “Era un trabajo muy físico, muy cansador”. Hoy hay otras técnicas y otras herramientas que facilitan la tarea.
Pero hay otro río, también, al que la crisis ecológica generada por el ser humano -de la cual el calentamiento global es quizá la cara más visible- afecta en su esencia y comportamiento, llenando de incertidumbre y variabilidad lo que hasta hace poco se llamaba normalidad o certeza científica. Un río más transitado, más intervenido y más contaminado que, bajo presión antrópica, dejó de ser libre para convertirse en un curso multifragmentado. “Hasta hace 20 o 25 años el río pertenecía a la gente del río, pero hoy pertenece a los negocios. Los pescadores llegábamos a cualquier lado de la Isla -así se denomina, de manera genérica, al vastísimo humedal que es el delta del Paraná-, pero se hacía un uso responsable de sus recursos. El puente (una conexión vial de 60 kilómetros de rutas y terraplenes inaugurada en 2003 que cortó en dos el humedal del delta medio para unir las ciudades de Rosario y Victoria) cambió el paisaje para siempre. Antes la Isla era diferente, íbamos a pescar con red al río viejo, había canchas de pesca por todos lados. En estos últimos años ha cambiado mucho, y la última bajante fue terrible”, explica el pescador desde la certeza al hablar que le permite haber sido testigo directo, durante medio siglo, de las transformaciones del gran río de aguas marrones.
Un gigante sudamericano
Celina Mutti Lovera
El Paraná nace de la confluencia de los ríos Paranaiba y Grande en el sur de Brasil, atraviesa tres países y llega a trasladar hasta 15 mil metros cúbicos de agua por segundo. Su primera sección, que va desde naciente hasta la confluencia con el río Paraguay, se denomina Alto Paraná: en ese tramo el río fluye a través de una región con pendiente bastante pronunciada, lo que favorece un escurrimiento más bien rápido de sus aguas. Desde su confluencia con el Paraguay hasta la zona de Rosario recibe el nombre de Paraná Medio, y finalmente desde este punto hasta su desembocadura es llamado Bajo Paraná. A lo largo de estos dos últimos tramos atraviesa zonas de escasa pendiente, lo que provoca que extensas regiones se vean con frecuencia inundadas. El río drena una superficie de 2,3 millones de kilómetros cuadrados y es considerado por su extensión, el tamaño de su cuenca y su caudal, el segundo en importancia de Sudamérica, según la Fundación Humedales y uno de los más importantes del mundo.
La desmesura es, de cierta manera, parte de este paisaje que define una amplísima zona geográfica del sur de América. Lo expresa con claridad Graciela Silvestri en su libro “Las tierras desubicadas, paisajes y culturas en la Sudamérica fluvial”, en el cual escribe que “no es extraño que la región sea denominada por el estuario de un río, el Paraná. “Podríamos cambiar nuestra perspectiva terrestre, e imaginar la cuenca del Plata como acuática antes que sólida -enormes ríos, arroyos que cambian sus cursos, pantanos y humedales, rosarios de lagunas, saltos y cascadas diluyen toda geológica firmeza-”. Un territorio líquido que desafía fronteras, límites y formas de esa vieja ambición humana por ordenar y categorizar su entorno.
Desde la altura de la localidad de Diamante (provincia de Entre Ríos) hacia el sur comienza el Delta, la última porción del sistema de humedales fluviales Paraná-Paraguay, el principal colector de agua superficial de la Cuenca del Plata. Se extiende a lo largo de 300 kilómetros y cubre unas 2,3 millones de hectáreas en un territorio compartido por Entre Ríos, Buenos Aires y Santa Fe. Estos humedales son una fuente enorme de servicios ecosistémicos que mejoran la calidad de vida de todos los habitantes del sistema: estos beneficios incluyen la amortiguación de las inundaciones y sequías, la depuración del agua, el control de la erosión y la protección costera, la provisión de gran cantidad de recursos (pesqueros, forrajeros, madereros, medicinales, para la construcción y la indumentaria, entre otros), la regulación del clima y la provisión de sitios de refugio, alimentación y reproducción para diversas especies de la fauna silvestre, muchas de ellas de importancia económica.
Un ecosistema generoso
Saskia van Drunen
En los últimos años tomó mayor importancia otra función clave de estos ecosistemas que cubren el 6% de la superficie terrestre (cerca del 20% del territorio argentino) y albergan el 40% de todas las especies vegetales y animales: su rol como aliados contra el cambio climático, ya que mejoran la resiliencia de las comunidades frente a sus impactos, son barreras naturales contra las inundaciones y sequías y funcionan, además, como los sumideros de carbono más eficaces del planeta. A pesar de todo esto, se trata de un ecosistema muy amenazado por la acción humana y se estima que el 85% de los humedales que existían hace tres siglos fueron destruidos o transformados drásticamente.
El Delta del Paraná no escapa a eso, ya que se trata de un territorio que el ser humano ha usado para fines productivos desde tiempos antiguos. Así lo hicieron, hace unos dos mil años, pueblos originarios como los chaná, los caracarais, los timbú y los coronda, que se asentaron en una geografía que lo ofrecía todo: un clima benigno, suelos fértiles enriquecidos por los desbordes del río, variedad de animales terrestres (aves, peces y moluscos) y abundante vegetación como ceibos, espinillos, timbós y sauces criollos.
La llegada de los conquistadores europeos durante el siglo XVI, que tras ingresar por el estuario del Plata remontaron los ríos hacia el norte, abrió las puertas a otro tipo de actividades como la ganadería de islas, que se practica en la región desde la época de los jesuitas. En la actualidad, en los tramos Superior y Medio del Delta la ganadería es una de las actividades productivas de mayor importancia: a partir de los primeros años de este siglo, tuvo un importante salto de escala después que el boom de precios de la soja llenara de ese grano los campos “continentales” de la zona núcleo pampeana argentina, donde las pasturas naturales fueron reemplazadas por ese cultivo. Eso generó, a su vez, un fuerte corrimiento de la frontera agropecuaria y la expulsión del ganado a zonas antes marginales, como las Islas del Delta.
El Paraná siempre ha sido fuente de alimentos, ya que además de la ganadería se practican otras actividades tradicionales como la apicultura, casi siempre llevada adelante por pequeños productores o cooperativas, y por supuesto la pesca de especies de agua dulce, con el sábalo como emblema.
El sábalo es el recurso pesquero más abundante de la baja Cuenca del Plata por al menos dos razones: su capacidad para alimentarse de los detritos orgánicos que portan los sedimentos y su estrategia reproductiva, adaptada al régimen natural de pulsos de inundación. La pesca industrial de esa especie, que tiene un siglo de historia (ya en la década de 1930 se hacía aceite y harina) dió un salto con la habilitación de su exportación a mediados de los años ‘80 y otro mayor a mediados de los ‘90: entre 1994 y 2004, las ventas externas registradas pasaron de 2.785 toneladas a 32.000 toneladas de sábalo eviscerado, generando “una reducción en el tamaño medio de los peces capturados debida al aumento del esfuerzo de pesca”.
Más cerca en el tiempo, entre 2015 y 2018, esa cantidad osciló entre las 15 mil y las 20 mil toneladas, según datos oficiales. Esa práctica extractiva fue señalada como un problema ambiental muchas veces por diferentes organizaciones y académicos, que incluso pidieron que se revea esa política durante la última gran bajante para permitir la recuperación de las especies comerciales.
La era de la multifragmentación
La era de la multifragmentación
Según el “Freshwater Living Planet Index” que publica la World Wildlife Foundation en su living planet report 2022, los ecosistemas de agua dulce son la parte de la biosfera más amenazada de la Tierra: se estima que hasta el 83% de las poblaciones de especies de aguas dulces están decreciendo, un porcentaje mayor al de las especies marinas o terrestres. Además, apenas el 37% de los ríos con más de 1.000 kilómetros conservan su cauce libre a lo largo de toda su extensión, y solo el 23% fluye de forma ininterrumpida hacia los océanos.
Quedan cada vez menos ríos libres en el mundo y el Paraná ya no es uno de ellos. El “pariente del mar”, como describe con precisión y belleza su nombre en lengua guaraní, atraviesa una profunda transformación de la mano de los usos humanos de sus aguas y de sus tierras y en las últimas décadas se convirtió en un curso multifragmentado por efecto de la pesca industrial, el dragado de su cauce para la navegación, la transformación de sus Islas para ganadería y agricultura y la construcción de infraestructura como rutas, puentes y represas como la de Yacyretá, enorme central hidroeléctrica ubicada en el límite entre la Argentina y Paraguay.
Los ríos multifragmentados sufren una mayor presión humana sobre su curso natural, lo que disminuye su potencial ambiental y afecta sus niveles de conectividad, mientras que los ríos libres mantienen en mejor estado sus poblaciones de peces, llevan sedimentos, mitigan el impacto de las inundaciones y sequías extremas y garantizan la biodiversidad, además de aportar belleza al paisaje y descanso al alma humana.
En el Delta del Paraná, fuertemente intervenido por el ser humano, una de las mayores amenazas al equilibrio ecosistémico es la construcción de diques y terraplenes: según el trabajo El Delta del Paraná, de Wetlands International, las áreas endicadas pasaron de ocupar el 10% de la región en 2005 al 14% en 2013, una superficie seguramente mucho mayor al día de hoy. En muchos casos, esta alteración agresiva del régimen hidrológico del territorio es consecuencia de la ganadería de Islas, que de esta manera busca facilitar la circulación o evitar el ingreso del agua al interior de los campos. La construcción de grandes diques se asocia también con otras actividades productivas, como la agricultura a gran escala, las forestaciones y los emprendimientos urbanísticos.
Tallar el río
Celina Mutti Lovera
La mano humana no solo ha cambiado lo visible de la naturaleza del Paraná, sino también lo que no se ve. Carlos Ramonell, geólogo especializado en morfología fluvial de la Universidad Nacional del Litoral (UNL), explica que los ríos tienen un pulso de cambios naturales por su propia hidrología, a lo que se suman los cambios derivados de la antropización del ecosistema, sea de forma directa o indirecta. Uno de los efectos de la acción humana tiene que ver con la regulación de caudales, no solo los líquidos (el agua), sino también los sólidos (los sedimentos). “Desde un punto de vista físico, un río no solo mueve agua, también mueve una masa de sedimentos que es lo que le da una identidad y lo constituye, porque de ahí salen luego las formaciones insulares que genera. Para eso, hace falta tierra”, dice Ramonell. Esa tierra, ese barro, le dan color y textura al río, que a veces puede parecer viscoso y espeso al punto de despedir un aroma que cualquiera que haya vivido cerca puede reconocer con los ojos cerrados.
Juan José Saer, quien hizo del río Paraná en particular y del paisaje del Litoral argentino en general un culto, escribió en su novela El Entenado: “el olor de esos ríos es sin par sobre esta tierra. Es un olor a origen, a formación húmeda y trabajosa, a crecimiento... Casi nos parecía ver la vida rehaciéndose del musgo en putrefacción, el barro vegetal acunar millones de criaturas sin forma, minúsculas y ciegas”.
La ciencia habla con su propio idioma sobre la dimensión de este río: en su tramo medio el Paraná mueve unas 120 o 130 millones de toneladas de sedimentos por año en promedio, sobre todo limos y arcillas que están en suspensión y le dan la tonalidad marrón, tan propia de este río. De ese total, unos 90 millones de toneladas son aportadas por el río Bermejo, que viene desde la parte andina de esta gran cuenca fluvial y que no ha sufrido intervenciones humanas, como sí pasó en la cuenca alta a partir de la construcción del sistema de represas en Brasil.
“Actualmente lo que aporta el Bermejo al Paraná representa el 90% del sedimento fino del río aguas abajo. Antes de Itaipú (central hidroeléctrica compartida por Paraguay y Brasil) el Bermejo representaba el 56% del aporte de sedimentos: no es que ahora ese río aporta más, sino que el resto aportan menos”, razona Ramonel. Y concluye: “acá tenemos un impacto indirecto de la acción humana sobre el río, ya que las presas en Brasil retienen sedimentos finos y eso cambia la composición de su caudal sólido”.
¿Por qué importa esto desde un registro ambiental del río? Porque -según el geólogo- con el sedimento fino vienen los nutrientes, que constituyen un sustrato más adecuado para la vegetación. “No es lo mismo un suelo arenoso, que suele ser más estéril, que un suelo limo-arcilloso con textura y estructura más adecuada para esto. Aquí tenemos un impacto indirecto de las presas”. Contrariamente a lo que muchas veces establece el imaginario popular, las represas casi no modifican los caudales líquidos del Paraná aguas abajo, aunque sí lo hacen en relación al caudal sólido del río: “por el tamaño del Paraná, por su caudal líquido medio, no hay presa que pueda retener eso. Estas presas no tienen impacto fundamental en los caudales medios, no pueden detener las crecidas, solo las morigeran un poco, aunque sí han tenido influencia en sus niveles mínimos, que se han visto elevados. Por eso hay bajantes menos extremas que antes”.
La Hidrovía
Celina Mutti Lovera
Por condiciones geográficas y por la propia historia agroindustrial de la región, el Paraná es el canal natural de salida de los granos y cereales que se producen en el centro y norte de la Argentina, así como en Paraguay, Bolivia e incluso zonas del sur de Brasil. El corredor Paraguay/Paraná, también conocido como “Hidrovía” (el nombre que tomó la empresa privada de capitales europeos que tuvo desde los años ‘90 la concesión del dragado y balizamiento del tramo navegable) tiene 3.442 kilómetros de extensión desde Puerto Cáceres (Brasil) hasta el río de la Plata, donde termina su recorrido.
El Gran Rosario aloja uno de los polos portuarios graneleros más grandes del mundo, con unas tres decenas de grandes puertos de las mayores multinacionales del rubro, que van desde la china Cofco hasta Cargill, Dreyfus y Bunge. Desde esos puertos salen el 80% de las exportaciones agropecuarias argentinas, según la Bolsa de Comercio de Rosario. En 2022, desde esos puertos salieron 69,1 millones de toneladas de granos y cereales sobre todo soja (32,5 millones), maíz (25,7 millones) y 8,4 trigo (8,4 millones), convirtiendo a ese nodo portuario en el segundo más importante del mundo para el sector granario.
La construcción de los puertos, en el último tramo del siglo pasado, vino acompañada de profundas transformaciones territoriales en la tierra y en el agua, con impactos socioambientales que no han sido demasiado debatidos ni por la política, ni por la economía ni menos aún por la Justicia, a pesar del esfuerzo de las organizaciones para entablar esa conversación pública. La reducción de la identidad natural del río que trae consigo el término “Hidrovía” no es gratuita, ni probablemente tampoco sea casual. En el trabajo Potenciales impactos ambientales de la Hidrovía en el tramo medio del río Paraná | Taller Ecologista, sus autores (Martín Bletter y Luis Espínola) hablan de la “complejidad fluvial” de un sistema como el del Paraná y de los impactos antrópicos del dragado “que tiende a simplificar morfológica e hidrológicamente a las corrientes fluviales, con consecuencias ecológicas negativas para la estructura y función de estos ecosistemas”. Y agregan: “hay una necesidad conceptual de no simplificar o reducir a los ríos como meras autopistas fluviales o potenciales sistemas extractivos".
Según explican Bletter y Espínola, la construcción y operación de la vía navegable Paraguay-Paraná “tendrá impactos ambientales directos, indirectos, momentáneos y acumulativos” que pueden afectar los servicios ecosistémicos y la estructura biótica del sistema acuático: entre estos impactos se destacan la pérdida, degradación y fragmentación de los hábitats fluviales y de la fauna y flora asociada. Desde un registro de la biodiversidad que alberga el sistema, tanto la navegación a gran escala como las obras de ingeniería abren las puertas a invasiones biológicas de especies exóticas, ruidos permanentes, turbulencias no naturales en el agua, oleaje, contaminación por residuos y potenciales derrames, entre otros.
La nueva normalidad
La nueva normalidad
Bajante y fuego
El Paraná del siglo XXI es un nuevo río que está frente a amenazas que tensionan al máximo las formas de habitar ese territorio. Desde la observación que hace del Paraná todos los días de su vida, a Julián Aguilar le sobran argumentos para decir lo que dice: el río ha cambiado mucho. Un ejemplo es el puente Rosario/Victoria, enorme obra vial de 60 kilómetros de largo que cortó a las Islas en dos y facilitó, así, el acceso a un territorio antes exclusivamente insular. “El puente y la ruta hicieron un desastre ecológico en el humedal, donde instalaron feedlots y construyeron terraplenes para el ganado. Cambió la escala, es todo industrial. Antes solo se sacaba de la isla lo que se comía. Ahora es para el negocio de pocos”.
La sojización de la Pampa Húmeda y el puente llenaron de vacas este humedal. “La expansión de la soja y la profundización de la agriculturización reconfiguraron la ganadería en todo el país, con un desplazamiento de las fronteras agropecuarias. El stock ganadero fue desplazado desde la región pampeana hacia zonas marginales de menor aptitud agrícola” dice un trabajo del Taller Ecologista (Impacto de la ganadería sobre las islas | Taller Ecologista), que agrega que una de esas zonas fueron las Islas del Delta. “Además, otros factores favorecieron el creciente uso de esas tierras, como la construcción del puente Rosario-Victoria y la política de arrendamiento de tierras fiscales por parte de la provincia de Entre Ríos” puntualiza esa investigación.
Con la ganadería a gran escala (se estima que la cantidad de cabezas se multiplicó por 10 -de 160.000 a 1,5 millón entre 1997 y 2007, según el trabajo Valoración socio-económica de los bienes y servicios del humedal del Delta del Paraná) llegó también el fuego, que la mayoría de los productores ganaderos usan durante los meses secos del invierno austral como herramienta de manejo fácil y barata para “limpiar” los terrenos de vegetación seca y favorecer así el rebrote primaveral de las pasturas.
Los incendios en el Delta escalaron a una nueva dimensión a partir de mediados de 2019, cuando la cuenca del Paraná entró en una bajante de sus aguas que duró hasta finales de 2023, la más prolongada jamás registrada, según el Instituto Nacional del Agua (INA).
A la par de la pandemia y en un escenario planetario de aceleración de la crisis ecológica, el río entró en una “nueva normalidad” donde ya nada parece ser lo que era. El agua, que siempre fue abundante y hasta excesiva, faltó durante demasiado tiempo, dejando cicatrices que redefinieron los trazos identitarios de sus islas y riachos. La falta de agua dejó el territorio al desnudo. Frágil, accesible al humano, sin protección.
Según los datos que durante todo ese período sistematizó el museo de Ciencias Naturales Antonio Scasso de la ciudad de San Nicolás, entre 2020 y 2023 se detectaron mediante tecnología satelital un total de 82 mil focos de calor en el Delta, con una superficie promedio para cada uno de esos focos de 14 hectáreas. En poco más de tres años, entonces, se incendiaron un total de 1,2 millones de hectáreas, la mitad de ese territorio, que cubre 2,3 millones de hectáreas. La destrucción fue enorme, nunca vista, y dejó huellas aún difíciles de dimensionar.
Las voces del territorio
Celina Mutti Lovera
Así lo cuenta Luisa Balbi, que tiene cinco hijos, va a cumplir 60 años y hace 35 que vive en las Islas, frente a la ciudad santafesina de Villa Constitución “trabajando siempre, siempre”, donde se ocupa de varias colmenas y otros animales de granja como chanchos, vacas, gallinas y ovejas. Es de familia de pescadores, pero dice que ya no es como antes y que ahora cuesta sacar buenos pescados porque “hay mucha depredación”. “Nadie respeta nada y se sacan animales cada vez más chicos. Pero la culpa no es del pescador, que necesita trabajar, sino de los que compran, de los de arriba, a esos no los controla nunca nadie”.
“Cuando era chica vivíamos de la pesca, salía mucho y vivíamos de eso. Salían más especies que ahora y eran más grandes, ahora son todos chiquitos” recuerda, para agregar que en los años que lleva en la zona nunca vio una bajante tan larga, ni incendios tan peligrosos como los de los últimos años. “Fueron muy grandes las quemas, muy graves, el fuego cruzó hasta esta isla y cuando nos dimos cuenta lo teníamos encima. Nos ayudaron los vecinos”, dice, y remata: “fue bravo”.
Las llamas consumieron todo: el suelo, la vegetación y a los propios animales. “No había más campo, nada, se quemó todo, hasta las nutrias y los pájaros. He visto a los carpinchos (capibaras) tirarse al agua de la desesperación, fue muy feo. Nunca vi quemazones así de grandes. Incluso cambió el paisaje después de eso”.
Julián Aguilar lo recuerda de la misma manera: “nunca vi una bajante ni incendios así. He visto quemas, si, y vacas también, pero nunca como en estos últimos cuatro años. En el pico de los incendios no se podía respirar. Estábamos en plena pandemia, pero trabajábamos igual, porque somos productores de alimentos. Nos teníamos que poner un pañuelo mojado en la boca para poder levantar la red, porque no se podía respirar. Era tragar cenizas y no veíamos ni el puente. Fueron semanas enteras de niebla, que era humo de los incendios, en realidad”.
Mauricio Krumrick tiene 41 años y es maestro de la escuela rural número 61 Francisco Ramírez, ubicada en la tercera sección de islas del Departamento Victoria (provincia de Entre Ríos). La escuela, a la que asisten 14 niños de los niveles pre-escolar, primario y secundario, tiene una particularidad: es flotante. En vez de estar construida sobre la tierra, está asentada sobre una balsa que está amarrada a la costa.
“La escuela es una de las pocas instituciones estatales presentes en estos lugares tan inhóspitos, así que la relación siempre es muy rica con la comunidad. Acá la gente vive de la pesca, de la apicultura, tiene su cría de animales, digamos que viven de lo que provee la Isla” cuenta mientras intenta espantar los mosquitos, que son tan parte del paisaje litoraleño como el agua y el sauce. Cuando se refiere al período 2020/2023, el maestro repite una palabra: difícil. “Fue muy difícil, los incendios prosperaron mucho porque la vegetación estaba seca y eso impactó en la economía de la gente. El fuego es impresionante, cuando se prende no se puede parar, no hay forma de detenerlo”, describe.
Esa transformación del territorio que cuentan los habitantes del lugar fue corroborada, también, desde la ciencia. Guillermo Montero es ingeniero agrónomo y lideró un equipo de la Universidad Nacional de Rosario que estudió el impacto del fuego en la zona. “Fueron tres años seguidos de sequía y bajante, algo nunca visto, y cualquier incendio se expandía sin límites”. La intensidad y duración de las quemas fue tal que los investigadores detectaron un fenómeno nuevo: el suelo parecía recubierto por un barniz, una costra de unos 5 milímetros de espesor que aparece cuando la temperatura supera los 800 grados que lo volvió hidrofóbico. “Aún con lluvia, el agua no se absorbía, se formaban pequeñas lagunitas. Fue un notable efecto secundario de las quemas”, explica.
Durante semanas enteras de 2020 y 2022, los dos peores años en relación a la cantidad de focos de incendios, las ciudades ribereñas como Rosario, San Nicolás o San Lorenzo padecieron una altísima contaminación del aire, con niveles que superaron con creces los umbrales sugeridos por la Organización Mundial de la Salud y serias afectaciones a la salud pública, como relevaron en ese entonces profesionales nucleados en el Colegio de Médicos de Santa Fe
Un nuevo clima
Celina Mutti Lovera
Desde la evidencia científica y desde las vivencias en los territorios, la conclusión es la misma: el clima ha cambiado, y lo que antes era raro o poco frecuente parece convertirse, de a poco, en la norma. Científicamente está establecido que el calentamiento de la Tierra es -al menos en parte- resultado de actividades humanas como la quema de combustibles fósiles y los cambios en el uso del suelo, que generan emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) como el dióxido de carbono y el metano, entre otros. Esto tiene efectos sobre varias variables: según la Organización Meteorológica Mundial (OMM) 2023 fue el año más cálido desde que hay registros, con una temperatura media mundial de 1,45 grados centígrados por encima de los niveles preindustriales de referencia, algo de lo cual no escapó Argentina, que también registró una anomalía de temperatura media de +0.83 grados centígrados respecto al período de referencia 1991-2020, según el Servicio Meteorológico Nacional
Pero no sólo la temperatura se ve afectada: también hay alteraciones en otras variables como las precipitaciones, los vientos y la humedad. Según explica la climatóloga argentina Inés Camilloni en esa publicación, el sudeste de Sudamérica es una región “crecientemente vulnerable” a eventos climáticos e hidrológicos extremos.
¿Qué influencia tiene el cambio climático sobre el comportamiento del Paraná? Si bien los estudios de atribución demoran años, existen escenarios futuros probables en términos climáticos e hidrológicos para la Cuenca del Plata que indican que la región va hacia un clima más cálido con un incremento de la temperatura y de las precipitaciones, más que nada en los tramos alto y medio del río. Y si bien en términos de caudal medio para los próximos 30 años, en general para el Paraná no aparece una variación significativa, esta proyección cambia cuando lo que se evalúa no es el caudal medio, sino los mínimos y los máximos. “Si analizamos los caudales mínimos y máximos, lo que encontramos es que los mínimos tenderían a ser más mínimos y los máximos, más máximos. En donde veremos los cambios será en los extremos, y no en el promedio”, dice Camilloni.
Por un camino parecido va el razonamiento de Juan Borus, ingeniero civil especializado en hidráulica que desde hace 40 años se dedica a la hidrología y trabaja en el Instituto Nacional del Agua (INA), desde donde monitorea a diario los ríos de Argentina, entre ellos la Cuenca del Plata. Desde su observación y estudio diario, Borus es un testigo privilegiado de la evolución ecosistémica del Paraná, del que conoce casi todos los secretos. “Por varias razones, hoy tenemos otro río que hace 40 años, cuando comencé a seguirlo. Y una de las razones que explican eso es que somos mucho más Paraná-dependientes que antes, sea para navegación, turismo, pesca, generación de energía o toma de agua”.
Borus destaca, además, un elemento central: los muy profundos y en muchos casos irreversibles cambios en el uso del suelo que rediseñaron la geografía de vastas zonas del sur brasileño, el este de Paraguay y el norte argentino, bajo la presión imparable de la expansión de la frontera agropecuaria: “en la zona de la alta cuenca no debe quedar ni el 1% del pastizal original”, dice, para explicar que esto se traduce luego en cambios de todo el equilibrio del sistema. Una investigación periodística publicada en el diario El País de España detalla que, entre 2001 y 2021, la cuenca del Paraná (1.510 millones de hectáreas) perdió 15 millones de hectáreas de cobertura forestal, el equivalente a la superficie de Uruguay. Según Borus esto genera, por ejemplo, una mayor escorrentía (la parte de la lluvia que va hacia el río), y todo sucede de forma más rápida y notoria. “Los eventos son más extremos e impactan más, sea la lluvia o la falta de ella. Hay una dinámica hidrológica más marcada, rápida e imprevisible”.
En este nuevo río aparece, también, la marca del cambio climático, algo que Borús tardó -según sus propias palabras- “20 años en admitir”. “Durante mucho tiempo lo negué, pero la variabilidad climática me fue pegando cachetazos en la nuca”. ¿Cómo se expresa esto en la dinámica del Paraná? Con eventos extremos más marcados, más intensos y más frecuentes. Lo que está en vías de desaparición, para el experto, es la propia idea de “normalidad”, que le dio lugar a un río “más extremo y menos previsible”.
Identidad y resistencia
Identidad y resistencia
Se mueve
La crisis ecológica es importante y se despliega, desde hace algunos años, de forma clara y con impactos en todos los niveles en el Litoral argentino. Lo que hasta hace algunos años parecía un relato lejano que ocurría en otras geografías y otros tiempos se volvió parte de la realidad cotidiana, y la expresión más clara de eso fue la bajante 2019/2023 y la crisis de incendios que arrasaron el territorio del Delta. Sentir la crisis socioambiental en primera persona, con afectaciones claras a la salud, hizo que creciera la presión social sobre los tomadores de decisión para que se ocuparan del humedal del Paraná. En ese escenario de abrupta toma de conciencia sobre la necesidad de cuidar la naturaleza, las organizaciones socioambientales encontraron oxígeno para crecer.
Jorge Bártoli conoce bien la historia de la militancia socioambiental en defensa del río, que comenzó a transitar junto a un grupo grande de personas hacia el año 2000, cuando nació El Paraná No Se Toca (EPNST). Desde ese momento hasta ahora muchas cosas cambiaron. “Pasamos tres años tremendos de pandemia y humo, una crisis que como sociedad nos puso frente al espejo de forma brutal. Todo lo malo salió a la luz y la gente salió a movilizarse, creció la demanda social por un ambiente sano. Eso validó el trabajo que veníamos haciendo las organizaciones” cuenta. Mucha gente, sobre todo muchos jóvenes, se sumaron a la conversación pública sobre el tema, que empujó de abajo hacia arriba y obligó a los medios, y luego a los tomadores de decisión de la política y la Justicia, a hablar sobre eso.
“Se disparó una movilización social inusitada en torno a la defensa del territorio. Todos nos enteramos de qué era un humedal, todos -o muchos- entendimos la importancia de cuidarlo, se sumaron nuevos actores como la Multisectorial de Humedales y algunos gremios, y todos entendimos que el Paraná no es eterno ni infinito, y que precisa ser defendido” argumenta, para agregar: “después de los incendios hubo otra apropiación social de la agenda ambiental”.
Todo esto permitió que, como nunca antes, durante 2022 se debatiera en el Congreso nacional argentino, en los medios de comunicación y en los partidos políticos la posibilidad de avanzar con una Ley de Humedales que ordenara en todo el país el uso productivo de estos ecosistemas, un proyecto legislativo que fue presentado por primera vez en 2010 y que nunca prosperó por presión de diferentes lobbys económicos como el agroindustrial, el forestal y el minero. Tampoco se logró su sanción durante ese año, por lo que sigue siendo una deuda pendiente a nivel normativo y social.
Otro tiempo, nuevas preguntas
Celina Mutti Lovera
Nada parece ser como era antes. La crisis climática cambió el escenario global y las intervenciones humanas modificaron en gran parte el equilibrio original de las Islas del Delta medio. En ese marco, rebota una y otra vez una pregunta: ¿puede el río sostener sus ciclos naturales en un escenario marcado por tantas intervenciones antrópicas y bajo la presión permanente de un planeta que se calienta?
Borus lo explica así: “cuando estaba terminando 2022, después de 3 años de sequía y bajante, pensé que el río había cambiado para siempre. Al mismo tiempo, veo que mantiene una capacidad de resiliencia importante, de cierta forma se autolimpia, se autocura. Pero el nivel de intervención humana es fuerte, es bravo, quedan muchas preguntas abiertas respecto a su recuperación”.
Para el ingeniero, está claro que quienes siguen de cerca la hidrología del río deben estar más atentos que nunca a los cambios bruscos y frecuentes de su comportamiento, por efecto del nuevo clima. Esto obliga, además, a afinar el contacto con las personas que habitan el territorio, que son quienes sienten de primera mano esos impactos: “quienes hacemos hidrología operativa estamos obligados a estar más cerca de la gente, a escucharla, a saber a quienes les pegan más de cerca estos eventos”, dice, para agregar que -para sumar complejidad- estos nuevos desafíos aparecen en un horizonte de prospección cada vez más acotado. “Esto vino para quedarse, serán cortos los pronósticos, tendremos que acostumbrarnos a las tendencias cortas, porque será cada vez menor el tiempo en el que tendremos situaciones normales. A partir de ahora saltaremos de anormalidad en anormalidad, con mucha más incertidumbre que hace 10 o 20 años atrás”.
Guillermo Montero y el también ingeniero agrónomo José Vesprini, del equipo de la UNR, han trabajado en torno a la idea de pérdida de identidad del ecosistema, como resultado de las muchas y muy fuertes acciones humanas: “los ecosistemas siempre se recuperan, de hecho las Islas son muy cambiantes y dinámicas y se arman y desarman todo el tiempo. Buscamos saber cómo queda el ecosistema cuando vuelve a su estado de equilibrio, antes del disturbio, y encontramos que algunas especies de flora y fauna se vuelven más masivas, mientras que otras se rarifican. Si esto se ratifica en el tiempo, perdemos identidad”. Su esperanza -la de muchos- está puesta en el “efecto restaurador” del agua, que todo lo puede. “Debemos generar conservación para mantener el equilibrio natural”, argumenta.
Entonces: ¿se puede recuperar la naturaleza después de tantas agresiones? Piensa Julián Aguilar su respuesta, y dice: “las quemas arrasan con todo: el nido, el animal, lo que está debajo de la tierra. Pero se recupera la naturaleza, aunque tarde, aunque no en toda su variedad y dimensión. Perdemos algo ahí. Nosotros pagamos las cuentas del desarrollo de otros” razona este orgulloso pescador de la orilla brava del Paraná que quiere reivindicar, con cada palabra, su oficio: el más antiguo de la región, el más viejo de la Humanidad, probablemente.
“El río es mi vida, es más que mi trabajo, es una parte muy importante de mi vida. Yo de joven pescaba todo el día y volvía a la tarde a mi casa y me cruzaba a la costa y me ponía a mirar el río de nuevo, a mirarlo detenidamente, con tranquilidad. Si hasta mi piel es marrón, como el río. Tenemos el mismo color, el Paraná y yo”.
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JorgelinaHiba
Periodista argentina especializada en ambiente y en temas agropecuarios.
Vive y trabaja en Rosario, Argentina. Es licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad de Ginebra, Suiza. Editora de la web de noticias ambientales www.dosambientes.net y colaboradora en medios locales, nacionales e internacionales.
Fue coordinadora editorial de la investigación www.territoriosyresistencias sobre impacto de la crisis climática en poblaciones vulnerables y participó de tres documentales ambientales sobre el río Paraná con Unicanal Rosario: Detrás del Humo y Bajo Río I y II (unicanal.unr.edu.ar).
Equipo de trabajo
Idea, producción periodística y texto: Jorgelina Hiba
Fotografías, videos y montaje: Celina Mutti Lovera
Ilustraciones: Saskia van Drunen
Programación y diseño web: Renzo Costarelli, Nicolás Rojo y Juan March
GRACIASA
A Ernesto Semán, por su generosidad sin fronteras y su interés por este trabajo. A mis amigas y talentosas profesionales Celina Mutti Lovera y Saskia van Drunen por el esfuerzo, el trabajo y la amistad compartida. A Carlos Ramonell, Guillermo Montero y Juan Borus por el conocimiento compartido. A Diego Martín, Fernanda y el “Tero”. A Mauricio, Natalia y Luisa, isleños. A Julián Aguilar y María Barrios, pescadores del Paraná. A Jorge Bártoli y todo El Paraná No Se Toca. Gracias a Raúl Quintana y Gastón Fouquet de la Fundación Humedales, a Franco Bartolacci y Matías de Bueno de la Universidad Nacional de Rosario y a Clara Mitchell, Enrique Estévez y Sebastián Garavelli del ministerio de Ambiente de Santa Fe, por sus avales para este trabajo. Gracias a Clara García por haberlo declarado de interés en la Legislatura de la Provincia de Santa Fe. Gracias por su ayuda también a Marité Migliónico, a la Universidad del Gran Rosario. A Claudia Balagué, Lionella Catallini, Carlos del Frade y Joaquín Blanco. A Caren Tepp y el bloque de concejales de Ciudad Futura.